Cuarentena. Capítulo 29

     12-04-2020            
          
          El telefonillo de casa de Clara timbró. Esta cuarentena estaba haciendo sonar cosas extrañas que hasta entonces habían permanecido en reverencial mutismo. Sonaban llamadas entrantes en los teléfonos, sonaban los telefonillos, sonaban reposadas conversaciones en la mesa de la cocina, sonaba tanto el ¡Viva España!, que parecía que al mover los restos de Franco del Valle de los Caídos, su espíritu se había escapado mezclándose con el agua del canal de Isabel II reavivando el patriotismo de muchos, sonaba el horno que estaba haciendo más bizcochos que nunca, sonaba música desde las ventanas y sonaba el más inquietante de los sonidos, el silencio.
    En este caso era el repartidor. No debía ser Franco encarnado porque era ecuatoriano. Traía unas pizzas que habían encargado. Cuando llegó a la puerta del cuarto y fue a hacer el gesto de agacharse para dejarlas en el suelo, Clara le estiró los brazos para coger las cajas.
    —Lo siento, no podemos coger dinero —le respondió a Clara cuando esta fue a darle un par de euros de propina.
    —Ah, claro. Qué tonta.
    —No se preocupe.
    —Muchísimas gracias.
    Clara enfatizó, seguramente de forma inconsciente, la “i” de muchísimas. Al repartidor no le pasó desapercibido.
    —Sabe qué, señorita. Estoy extrañado de lo amables que están siendo ahora con nosotros. Me dan las gracias con más efusividad de lo que nunca han hecho, el otro día un vecino de esta calle me quería dar diez euros de propina, ¡diez euros!, cuando normalmente o no me dan, o me dan diez céntimos. Con la propina de un mes con suerte podía comprarme unos cordones nuevos para estas botas.
    —Los repartidores estáis haciendo una labor crucial en estos días. Sois como madres que alimentan a sus hijos. En mi caso esta comida es un capricho, pero hay muchas personas de riesgo que recibir la compra en su casa puede salvarles la vida.
    —No somos sólo nosotros. Ahora aplaudís a barrenderos, celadores, camioneros, agricultores, cajeras de supermercado, electricistas, ganaderos, obreros. No deja de chocar, cuando ayer pasabais a nuestro lado sin vernos.
    —Supongo que como esos hijos, uno no sabe lo bien que le alimenta su madre hasta que pasa hambre. De hecho los hijos solemos ser bastante desagradecidos con nuestras madres, nos parecen más molones nuestros amigos o el padre ejecutivo. Lo siento.
    —Qué va, no se disculpe. Esta situación nos está sirviendo para comprobar, que vosotros, los que no nos veíais, sois mucho menos felices de lo que pensábamos. Este virus nos ha desnudado a todos para vestirnos después con las paredes de nuestra casa. Siempre hay marcas en las prendas de vestir, algunas paredes son más amplias y lujosas, pero no dejan de ser paredes. Nosotros, los que tenemos trabajos humildes, estamos más acostumbrados que vosotros a vivir entre paredes. Siempre os he envidiado, pero estoy descubriendo que el que no tiene paredes, no ha tenido que aprender a ser libre dentro de ellas.
    —Espero ser lista y aprovechar esta situación para aprender ese tipo de libertad.
    —Ese tipo es la única libertad que importa. Uno no es libre cuando puede correr, es libre cuando aún con las piernas atadas sabe volar.
    Aunque el doctor Pataky llevaba varios días sin presentar síntomas desde que tocase al presidente, seguía aislado en su habitación. Clara llamó a su puerta para dejarle la pizza en el suelo. La había sacado del cartón y estaba en una bandeja junto con un refresco.
    —Papá, te dejo aquí la comida.
    —Perdón —se disculpó su padre con su paciente. Estaba haciendo una sesión de terapia por Skype.
    —Gracias hija.
    Tras decir estas palabras, se volvió hacia la pantalla de su tablet para seguir con su sesión. Diez minutos después estaba dando buena cuenta de la comida, más fría que caliente pero más rica que mala. No se entretuvo, tenía una tarde ajetreada de sesiones.
Al ver a su padre trabajando, a Clara le entró la curiosidad. Con diecisiete años no puedes pasar mucho tiempo sin hacer alguna estupidez, y si puedes, ves al médico cuánto antes, algo no marcha bien en tu desarrollo. Pensó que quería escuchar las conversaciones que tenía su padre con sus pacientes. Estrictamente hablando, eso era un delito, el tema de protección de datos se había puesto muy serio y, no sabía si incluso podría meter en apuros a su padre. Desde luego como la pillase le iba a caer una buena bronca, pero qué demonios, esa iba a ser la aventura del día, quizás de la semana, de momento ya lo iba a ser del mes que llevaba encerrada. Aprovechando que el doctor Pataky estaba de espaldas a la puerta, abrió esta lo suficiente para pasar a gatas. Su padre estaba tan concentrado que podría haber entrado en elefante. Cerró la puerta y se apoyó en ella. Cogió el bolígrafo que llevaba en la oreja a modo de cuchillo entre los dientes como un boina verde, y se dispuso a tomar notas en un pequeño cuaderno. El paciente era un hombre de sesenta y cuatro años. Por la fluidez con la que hablaban debía llevar bastante tiempo en terapia. Le costó ubicarse en la conversación, pero por lo que pudo deducir, sufría ataques de pánico desde hacía muchos años. El hombre decía estar siempre preocupado, le irritaba no tener el control de las cosas y, se quejaba de que sus hijas se quejasen de que siempre andaba encima de ellas.
    —Tengo miedo, tengo miedo cada día de mi vida —relataba el paciente—. Temo temer el miedo hasta el último de mis días. Temo que este temor me haga dar un macabro salto en el calendario. Temo ser tan débil, parecer tan ridículo, sometido ante un enemigo invisible que a nadie más parece habérsele metido en el bolsillo. Un latido a pie cambiado de mi corazón me lo tomo como una sentencia que no precisa de notario, un leve retraso de un ser querido a su destino me coloca de golpe en un velatorio rodeado de rostros sombríos, la enfermedad de un actor contemplada desde mi sofá me lleva a revisar mis heces en busca de la sangre que ponga viva lúbrica a mi cáncer de colon. Y así, día tras día, el miedo se alimenta de cada mota de oxígeno que entra en mis pulmones. Te escucho, tus palabras me calman, te creo cuando me dices que la ansiedad es una respuesta de mi organismo para salvaguardar mi supervivencia, que se activa ante un peligro que sale de mi mente hacia el mundo exterior, no porque nada de fuera quiera herir mi interior, hasta reconozco que es poco probable morir y que hacerlo, en verdad, no sería tan grave como me imagino, pero cada vez que su sombra pasa de refilón pierdo el control sobre mí. No es la sombra de la muerte, la muerte no tiene forma, es la sombra de lo desconocido, la certeza de la incertidumbre. Quizás te toque hoy, quizás no. Quizás venga a por ti, quizás venga a quién coges de la mano. Me dirás que muy probablemente, por mi estado de salud, sólo esté de paso, pero entonces, si no va a llevarme, ¿por qué no hay día que no sienta su presencia?
    —Si la vida es luz, por necesidad, cada paso que des irá acompañado de su sombra. La muerte será una presencia permanente mientras estés vivo, pero eso no es motivo para preocuparse. Los animales llevan esto mucho mejor. Déjame hablarte de los lobos.
    —Los lobos.
    —Sí, los lobos y los ciervos. Nosotros somos los ciervos y la muerte, son los lobos. ¿No te ha llamado nunca la atención cuando has visto un documental de animales, como los impalas beben de una charca con unas leonas a la vista?
    —No sé cómo se arriesgan tanto.
    —Se arriesgan porque no tienen más remedio. Si no beben, morirán deshidratados, si beben, tienen muchas posibilades de que las leonas fallen en su ataque o se centren en otro. Beber de la charca implica una posibilidad de morir, no hacerlo es una certeza. Levantan la cabeza de vez en cuando para no perder de vista a las leonas, pero poco más pueden hacer.
    —Los impalas viven con la muerte en su día a día.
    —Exacto. Comen, beben, copulan y descansan con las leonas merodeándoles. Y son felices. Bueno, esa palabra debe hacerles mucha gracia a los animales, quiero decir, que están adaptados. A juzgar como juegan y ligan, bien adaptados.
    —¿Que tiene que ver esto con los lobos?
    —A los ciervos les sucede igual. Hacen su vida teniendo a la vista a una manada de lobos. El ejemplar que está sano, sabe que lo más probable es que los lobos no vayan a por él. Una persona con salud, la estadística dice que no tiene porqué morir. No porque la muerte no le merodee, sino porque no está entre sus objetivos. Ciertamente, si a una manada fuerte y sólida de lobos de Yellowstone le da por cazarte, la cosa se pone complicada. Cuanto más fuerte sea el ciervo, más posibilidades tendrá de salir airoso, no sin grandes complicaciones. Un ciervo listo, mientras le persiguen buscará un río. Al ser más alto, a él le llegará el agua por arriba de las pezuñas mientras que a los lobos le alcanzará el cuello. No es una posición muy estratégica para un ataque. Estos lobos atacando a un ciervo sano, equivale a un hombre de mediana edad al que le diagnostican un cáncer de piel y, el río dónde busca protección, la quimioterapia. La muerte, los lobos, no tienen nada fácil hacerse con presas sanas, bien lo saben ellos y por eso casi nunca gastan su preciada energía. Tú, Miguel, eres un ciervo sano. No eres un chaval, no vamos a engañarnos, pero no eres el objetivo predilecto de esa manada.
    —Pero lo soy más que mis hijas.
    —Innegable es.
    —Vaya putada.
    —Antes o después los lobos tendrán que comerte, ¿no?
    —Sé lo que tengo que responder, pero te estaría mintiendo.
    —¿Prefieres entonces un mundo dónde los lobos se coman antes a los ciervos de treinta años que a los de sesenta?
    —¡No! Pero puede haber un mundo sin lobos.
    —Si no hay lobos, la población de ciervos se descontrola, se quedan sin pastos para alimentarse y, lo que no han hecho los lobos lo hace el hambre. Algo parecido está pasando en el mundo, el coronavirus está regulando una población que se nos va de las manos.
    —Por eso mismo estoy alerta, para que esos diablos no me echen el diente.
    —Tener buenos hábitos de auto cuidado es crucial, la loba Beta, la muerte, sabe a qué tipo de presas debe dirigir su grupo pero, ¿y si cuando llegas al río está helado o es poco profundo? Podrías agotarte antes de llegar a él de hecho. Si eso sucede, estás perdido.
    —Algo se podrá hacer.
    —No, más allá de las recomendaciones que hemos dicho, nada más puede hacerse. Hay que aprender a copular con la muerte mirándote.
    —Siempre se puede hacer más.
    —Tú lo sabes bien, pero no sólo no te protegerás, es contraproducente.
    —No debe serlo tanto cuando he llegado hasta aquí.
    —Has llegado por tu buen hacer pero, sobre todo porque la loba Beta no te ha escogido. ¿Acaso si hubieras muerto en el parto habrías podido hacer algo para evitarlo?
    —Según tú estoy vivo porque me han dejado vivir.
    —Hay ciervos tontos que caminan dando la espalda al viento. Son humanos que se drogan, descuidan el deporte y la alimentación, en definitiva, juagan a la ruleta rusa con la naturaleza. Esos humanos son carne fresca para los lobos. Has llegado dónde has llegado por una precaria combinación de destreza propia y clemencia ajena.
    —Digas lo que digas, estar alerta me permite seguir vivo.
    —Por eso te dan los ataques de pánico, porque tu estado de alarma te hace percibir cada pequeño cambio en tu organismo como un ataque inminente. Tu ansiedad intenta protegerte de los lobos, pero como los lobos son del bosque como lo son los árboles, vives en una permanente angustia. Los humanos están condenados a caminar a través del bosque. Podrán cambiar su tecnología, irse a otro planeta, siempre caminarán a través de un bosque. Y en los bosques siempre hay lobos. Tú problema Miguel, es que la loba Beta, cada noche, aulla desde el risco más alto. Aulla a la misma luna que da cobijo a tus sueños. Cada vez que escuchas sus lamentos, te despiertas sobresaltado, a pesar de que llevas oyéndola desde que naciste y desde entonces, sólo se ha llevado con ella a algunos seres queridos de tu campamento. Te crees que ese aullido va dirigido a ti, pero la verdad, es que muchas veces la manada pasa de largo al ver una luz aún demasiado poderosa en tu campamento, otras veces es una manada mermada y debilitada por el invierno que en su acometida no podrá más que tenerte una semana pachucho y, la mayoría de las veces, la loba Beta sólo quiere recordarte que la luna no va a estar ahí eternamente para ti, aunque sí para ella. Vive, respira, cuídate de creer que estás en un zoo dónde otros puedan salvarte, haz un gran fuego y luego, échate a dormir bajo esa luna arrullada por el canto de la loba para que no deje de alumbrarte. Miguel, el aullido de la loba Beta no es un canto a la muerte, sino a la vida. Nadie mejor que la muerte conoce el valor de la vida. Su llamada nocturna no es para asustarte, sino para apremiarte. Algún día tendrá que comerte, la loba sólo desea que para entonces tú te hayas empachado de la vida. Sé un ciervo listo y corre con todas tus fuerzas bajo la luz de la luna, hazlo, y podrás deshacerte del tiempo. El tiempo sólo atrapa a aquellos que temen tanto los aullidos de los lobos que se encierran en sus campamentos, obsesionados con que el fuego no se apague, preocupados con que sus seres queridos no se alejen. Los demás, viven y un día, mueren. Lo que transcurre entre un momento y otro, no puede medirse a través del tiempo, porque el caminante que aprende a vagar por el bosque se vuelve eterno, como el aullido de esa loba bajo la luna.
    Clara no estaba segura de haber entendido del todo lo que su padre quería decirle a Miguel, pero lo que ocupaba sus pensamientos, es si cuando ella fuera psicóloga sabría contar historias de lobos y ciervos que bailan juntos bajo la luna.

 

APORTACIONES:

Salvador Villalba: «Ahora hay mucha gente pidiendo que le lleven la comida a casa, ¿por qué no iniciar un tonteo entre algún personaje y el repartidor de globo?». «El padre podría hacer sesiones por Skype, y la hija aprendiz podría estar detrás de la pantalla tomando notas. Si esto te parece una aberración profesional, puede estar detrás de la puerta escuchando sin que Elsa Pataky, el psicólogo profesional, lo sepa».

Te recuerdo que puedes enviar tus ideas, frases o cosas que quieres que sucedan en nuestro libro a: rafaelromerorico@yahoo.es
 

reverso.