17-04-2020
Todo aquel que haya pasado por una enfermedad grave, sabe que España, el mundo, está pasando por los ciclos de una enfermedad.
Las enfermedades son repentinas. Uno está comiéndose una paella tan a gusto en un restaurante con vistas al mar, haciendo planes para la tarde, y un par de horas después el dolor de un cólico le deja jimoteando en el suelo. ¿Cómo ha podido pasar? ¿Estoy soñando? ¡Pero si hace un instante estaba todo bien!
Las enfermedades por tanto son humillantes. Son humillantes porque hoy te sientes fuerte, casi invencible, y mañana una gripe, de las normales, ni A ni 19, te deja como un saco de escombros. Es llamativo como puede esfumarse en tan poco tiempo tu fuerza. Es como si un ateo se levantase de la noche a la mañana rezando el rosario.
Las enfermedades son dolorosas. Aquí sólo sufre físicamente el que tiene el Covid-19, pero sufren tantos, y nos lo meten hasta en especiales televisivos, que cuando uno está con el paraguas viendo como el resto se empapa de agua, por efecto imitación llega a sentir sus prendas húmedas.
Las enfermedades te aíslan. En los casos leves te alejan de tu vida cotidiana haciéndote guardar reposo en la cama, en el resto de casos te ingresan en un hospital. Ni cines, ni paseos, mi bares, ni deporte, ni restaurantes, ni compañeros de trabajo, ni aficiones, ni nada que pueda entenderse divertido. Salvo aquello que pueda realizarse sentado y a través de una pantalla. Casi como ahora.
Las enfermedades te dejan expectante. Uno espera en la cama del hospital la bienaventurada llegada del médico con su séquito de impúberes residentes, como cada mañana nos dan las cifras del coronavirus. No son datos cualesquiera. Esa señora o señor, en su cara de rasgos instruídamente indescifrables, tiene tu futuro amasándose dentro de su boca a la espera de ser vomitado. Tu vida inmediata, tu vida de las próximas semanas e incluso, tu vida, penden del hilo que unirá cada una de las letras que salgan de su boca. ¿Empezamos ya la desescalada doctor?
Las enfermedades son frustrantes. Algunas, hasta límites cómicamente crueles. Esos parámetros cancerígenos que después de llevar varios meses bajando tienen un repunte, esa complicación añadida con la que nadie contaba y ahora cuenta más que la propia enfermedad. En ese punto estamos este viernes de abril. Que no sabes si mañana va a llover o a salir el sol. Aunque el calendario diga lo contrario, uno no sabe si se dirige hacia el verano o hacia el invierno. Entonces, ¿los muertos suben, o bajan?
Las enfermedades dan miedo. Dan tanto miedo que algunos la niegan, y entran bromeando al quirófano para ocultar un miedo atroz a la muerte. Aquí están todas esas personas que dicen estar felices en la cuarentena disfrutando del tiempo libre y la familia. Claro que se disfruta de esas luces en un hospital, ¿pero quién estaría feliz privado de su libertad, sin un pronóstico claro de su evolución y, con la posibilidad de que ingresen a sus seres queridos con pronóstico reservado? Sólo alguien para quién su vida anterior fuera una cuesta arriba.
Las enfermedades nos vuelven impacientes. No dejamos de preguntarle al médico cuando saldremos del hospital. Nos evadimos en infantiles pero necesarios incentivos y, cuando aún ni siquiera nos han dicho si tendrán que amputarnos la pierna, preguntamos a la enfermera, a la más maja para aumentar la probabilidad de dar con la respuesta anhelada, si cree que este verano podremos hacer Kitesurf en Tarifa, o todavía seguirá jodiéndonos el Covid-19.
España está enferma. Su pueblo está enfermo. Pero las enfermedades también son necesarias. Ya que la luz sólo existe por contraste con la oscuridad, las enfermedades ponen lúbrica de oro a la salud.
Las enfermedades quitan tanto, que cuando las superas, eres feliz con muy poco.
Las enfermedades te recuerdan que el suelo que pisas puede abrirse, de hecho antes o después se abrirá. Esta enseñanza no debe servir para agarrarse inútilmente a todas las barandillas, sino para disfrutar de cada pisada y saltar y correr todo lo que puedas ahora que el suelo aguanta.
Las enfermedades te enseñan como nada puede hacerlo, que debajo de ese bípedo aburguesado hay un guerrero de voluntad inquebrantable. Eso de que lo que no mata engorda, que decían las abuelas.
Las enfermedades te muestran lo mejor del ser humano. El amor de tus allegados, del personal del hospital, de tus camaradas de habitación, puede palparse como si fuera lo que es, el motor que da sentido a la humanidad.
La enfermedad es algo que nadie quiere, que la mayoría odiamos, hasta dónde es posible odiar algo, más allá de hecho, pero es innegable que la enfermedad humaniza y el dolor despierta.
La enfermedad pone al hombre en su medida justa. Ni arriba ni abajo. O mejor aún, arriba y abajo. Las personas están acostumbradas a volar o a arrastrarse, la enfermedad es una sabia y cascarrabias hada que ha venido para enseñarnos a andar. La enfermedad te quita lo que más quieres, amenaza además con hacerlo para siempre. Tristemente, parece no haber otra manera para saber, saber hasta que el ardor de las entrañas se hace insoportable, cuánto amas vivir.
Las enfermedades o te matan, o las matas. Es absurdo darle más vueltas. El que “esté escrito” deba perder esta batalla, la perderá, que no se torture más. El que no deba de perderla, sanará, que no se torture más. Mientras tanto, dedica todos tus esfuerzos en a aprender a silbar, saltar y cantar mientras puedas andar…
—¿Y tú de qué perrera has salido?
El niño se quedó intimidado ante la pregunta de Mateo.
—Debes ser el hermano de Clara.
El pequeño asintió.
—¿Por qué vas disfrazado de perro?
—No soy un perro —se enfadó—. Soy Chewbacca, un wookiee del planeta Kashyyyk.
—A mi me pareces uno de esos perros rata con los pelos por los ojos que ha crecido más de la cuenta.
—Soy un personaje de Star Wars.
—Esa la conozco. El Imperio del Jedi.
—No es así —le corrigió como un catedrático de matemáticas al que le dicen que dos más dos es nueve—. El retorno del Jedi y El Imperio Contraataca.
—Ah, perdón.
Chewbacca miraba por la terraza sin intención de aportar mucho más.
—¿Cómo es que nos has salido hasta hoy?
—He estado viendo Star Wars.
—¿Todo el rato?
—Sí.
—Veo que el perro ese saber hacer chistes.
—¡No es un perro!
—Ah, sí, es verdad. Entonces es un poco exagerado.
—No es exagerado. Me veo tres películas al día. Todos los días.
—¡Vaya! ¿Cuántas hay?
—Once.
—O sea, que cada cuatro días las tienes que repetir. ¿No te aburres?
—No —respondió a Mateo dándole a entender, que si su vecino no se aburría de respirar porqué iba a hacerlo él de Star Wars.
—¿Qué años tienes?
—Diez.
—Con esa edad normal que te gusten esas películas.
—Cuando sea viejo cómo tú me seguirán gustando.
—Quizás.
—¡Quizás no, me seguirán gustando!
—Vale vaquero, tranquilo.
El Chewbacca de poco más de un metro cruzó los brazos.
—¿No quieres quitarte al menos la parte de arriba del disfraz? El aire de Madrid es más puro que nunca. Te lo estás perdiendo.
—No.
—¿No te quitas nunca el traje?
—No.
—¿Comes y duermes con él? —bromeo.
—Sí.
Cuando Mateo se fijó en el disfraz, concluyó que por la mierda de perro callejero que llevaba adherida a los pelos, podía ser perfectamente cierto que el chico dijese la verdad. De hecho, la decía.
—¿Qué opinas de lo que está pasando?
—Hay un virus que no nos deja salir a la calle y mata gente. ¿Tú vas a morir?
—Espero que aún no.
—Eres viejo, el virus mata a los viejos.
—En ese caso tendré cuidado. ¿Echas algo de menos?
—A mis abuelos.
—¿Tienes miedo?
—Papá dice que a los niños no les hace nada.
—¿No llevarás ese disfraz para protegerte? —Mateo usó un tono de camarada de fechorías galácticas.
—No.
—¿Ni un poquito?
—A lo mejor un poquito.
—Ahora mismo hay un país entero durmiendo con la luz encendida.
—¿Por?
—Por los fantasmas.
—¿Tenéis miedo a la oscuridad?
—Claro.
—¿A vuestra edad?
—Precisamente por ella.
Desde el quicio de las puertas correderas de la terraza el padre de Chewbacca saludó a Mateo.
—Buenos días.
—Buenos días doctor Pataky.
—Ahora soy doctor Cicciolina.
—No sé porqué me extraña que su hijo vaya disfrazado de Yeti asturiano.
—Ponte unos zapatos que vamos a bajar a por el pan —le dijo a su hijo.
—No quiero bajar.
—No voy a discutir todos los días de lo mismo.
—¡No quiero bajar! —se echó a llorar Chewbacca.
—Ya sabes lo que hay. Si no bajas, no hay películas de Star Wars. En cinco minutos en la puerta.
—Te odio.
—Venga hijo, acaba de hablar con Mateo y vamos a que te dé un poco el aire.
Tras despedirse amablemente de Mateo, Doctor Cicciolina se metió dentro de casa.
—¡Me quiere castigar por no saltarme la cuarentena!
—En cómo educan los padres a sus hijos mejor no meterse. ¿Por qué no baja solo?
—Dice que si no bajo a la calle le voy a acabar cogiendo miedo. Le digo que no quiero contagiarme, pero él dice que no tengo que tocar nada. Bajamos andando, él abre la puerta con la llave, andamos tres minutos, espero fuera de la panadería y volvemos dando un rodeo. Siempre me engaña, en cuanto puede alarga el paseo cinco minutos. Tampoco puedo contagiar, porque no toco nada ni me acerco a nadie.
—Si hiciesen todos lo mismo…
—Mi padre dice que ojalá todos hiciesen lo mismo.
—¿Saltarse la cuarentena?
—Bajar con sus hijos diez minutos a la calle tomando las medidas de precaución que él toma.
—Ya, ¿y las multas?
—Por eso tampoco quiero bajar. Tengo miedo de que nos vea la policía y tenga que mentir.
—¿Mentir?
—Diciendo que no hay nadie en casa. Pero está mi hermana. No quiero mentir.
—¿Tu padre quiere que mientas?
—Dice que si no quiero mentir no lo haga. Que no me preocupe por el dinero de la multa, que es cosa suya.
—Son caras.
—Dice que se le hace más caro ahorrarse seiscientos euros y coger miedo a la calle y perderle el miedo a convertirse en alguien cuadriculado.
—¿Entiendes lo que acabas de decir?
—Creo que no.
—¿Cómo llevas lo de estar en casa? Es un poco aburrido, ¿verdad?
—Sí, pero no estoy tan mal.
—¿Entonces porqué insiste tanto tu padre en que bajes a la calle?
—Dice que eso es lo que le horroriza, que me estoy adaptando. Dice que dos meses más así y los niños preferirán estar en casa aunque ya no haya virus.
—Lo tienes difícil, chaval.
—Lo tengo imposible. Hace un año los Reyes Magos me trajeron unos patines. Luego mis padres me regalaron unas clases particulares. El profe me obligaba a ponerme casco. Un día iba a bajar al parque con mi padre. Me dijo que no cogiese el casco. Yo le dije que el profe me había dicho que tenía que llevarlo siempre.
—Normal. ¿Y qué decía tu padre?
—Que tenía que llevarlo casi siempre, pero debía aprender a ir sin casco. Que no podía ser que por no llevar casco me bloquease tanto que no quisiese patinar.
—¿Qué hiciste?
—Llorar.
—¿No se ablandó?
—Al revés. Me decía que me viera, qué cómo podía ser que fuese tan dependiente de un casco para llorar de esa manera por dejarlo en casa.
—Puedes lastimarte.
—Él decía que el día que no llevase casco me alejase de los bordillos y no fuese muy deprisa.
—Aún así puedes caerte.
—Según él lo más probable es que no me hiciese más que unos raspones, con mala suerte algo roto, y con infinita mala suerte me moriría.
—Bueno, precisamente esa situación tan excepcional es la que queremos evitar con el casco.
—Él dice que precisamente esa probabilidad tan excepcional es la que tenemos que aprender a aceptar, no huir de ella. Los cascos son para los riesgos probables, si los usamos siempre, todo acabará dándonos miedo porque en la vida real no puedes llevar siempre casco.
—Bueno, parece que sus ideas te han llegado.
—Tengo muy buena memoria, pero la verdad no entiendo nada de lo que me dice.
—¿Qué hiciste al final?
—Bajé sin casco.
—¿Nunca llevas casco?
—Lo llevo casi siempre. Papá dice que sólo hay que quitárselo de vez en cuando para no olvidar que una pizca de riesgo es inherente a las vidas plenas.
—Vaya con el doctor Cicciolina.
—Me tengo que ir.
—Ya que bajas, aprovecha el paseo.
—Luego no está tan mal.
—Nos vemos por aquí, Chewbacca.
—Puedes llamarme Chewie.
APORTACIONES:
Ya que los ejemplos del casco y la panadería son verídicos, este capítulo ha sido posible gracias a las involuntarias participaciones de mis hijos Celia y Diego.
PD: Llegados al inquietante punto, que quieren hacer dimitir a una política por decir que se aburre, el ejemplo de la panadería puede ser veraz, o sólo deberse a la macabra imaginación de un perturbado escritor.
Te recuerdo que puedes enviar tus ideas, frases o cosas que quieres que sucedan en nuestro libro a: rafaelromerorico@yahoo.es
reverso.