19-04-2020
Si siempre he querido mirar desde una mirilla dentro de las casas, ahora, más que nunca. Cuando uno mira desde su ventana en la noche, es imposible no sentirse atraído por las lucecitas de las luciérnagas de sus vecinos. ¿Ellos se sentirán a veces solos? ¿Harán cosas de las que se avergüencen? ¿Guardarán secretos desde niños que les convierten en adultos huidizos? ¿Se aburrirán de la vida? ¿Llorarán en silencio por temor a perderla? ¿Odiarán a aquel con quién comparten cama cada noche? ¿Alguna vez se habrán sentido solos cuando el mundo a su alrededor baila en un carnaval que no conoce principio ni fin? ¿Desearán no haber nacido o haberlo hecho de unos padres distintos? ¿Se sentirán seres despreciables por rechazar a sus hijos? ¿Pensarán que son unos farsantes dignos de tener una estrella en el paseo de la fama de Hollywood, mostrando siempre esa seguridad cuando en el mismo instante que baja el telón se sienten profunda y patéticamente perdidos? O, por el contrario, ¿la lucecita que brilla frente a mi ventana nada tiene que ver conmigo y vago como una minúscula e ignorada mota de polvo que no tiene espejo en el que sentirse comprendida?
Desde hace treinta y seis días, todo lo que hace el ser humano, lo hace dentro de esas paredes. El asesino, privado de su libertad para arrebatar la libertad ajena, ¿se asesinará a sí mismo por darse el gusto de quitar la libertad a alguien? El mirón de tobillos, ¿se habrá comprado por Amazon unos prismáticos, o habrá optado por descubrir a la mujer con la que vive? El que trabajaba catorce horas al día, ¿tele trabajará ahora dieciséis? El malhumorado, ¿habrá cambiado los gritos en el atasco cuando alguien se le colaba, por los gritos cuando alguien no recoge el lavavajillas a su gusto?
Mención aparte merecen las personas mayores que viven solas. Treinta y seis días sin ver a nadie. Treinta y seis días sin ver a esos hijos que les recuerdan lo maravilloso de ser padres y, lo que es peor, sin disfrutar de esos nietos que les recuerdan que aun son niños. Treinta y seis días dónde con seguridad, habrá muerto un amigo o familiar. Treinta y seis días preguntándose si la vida no piensa dejar de apretar el cinturón ni al final de la partida. En esta cuarentena muchos mayores están perdiendo la cabeza, literalmente. Buscan enanos de Lilliput entre las lentejas, cantan con la frene apoyada en la pared o mantienen conversaciones con la aspiradora. Son las 1:47 de la madrugada. Estrictamente hablando sería el día 37 de la cuarentena, no el 36. Sí, así sería antes, ahora los días, las semanas y a este paso, los meses, son una sucesión de sueños surrealistas a los que cada vez es más difícil encasillar en relojes y calendarios. Estamos en el trigésimo sexto día de la cuarentena y, un grito ha despertado al vecindario
—¡José Luís!
Como una bomba atómica, el grito es escuchado en toda la Comunidad de Madrid.
—¡José Luís!
Las luciérnagas empiezan a despertarse en las ventanas.
—Me dijiste que no tardarías. ¡Dónde te has metido!
El padre de Clara, como todo el vecindario, está asomado a ventanas y terrazas.
—¡Date prisa amor, la tormenta arrecia!
Todos conocían a esa vecina. Nadie hablaba. ¿Qué podían decirla?
—¡Por favor, date prisa! Tengo miedo, estoy muy sola —lloraba amargamente, rebotando las lágrimas en el aparato de aire acondicionado del piso de abajo hasta que se formó una estalagmita de sal.
—Doña Carmen —abrazó las palabras el doctor Cicciolina—, vi a José Luís hace menos de media hora. Dijo que acababa unas cosas que tenía en la huerta y volvía de inmediato. Me dijo que no se preocupase, que la quería más que a su vida y pronto estaría de vuelta.
—Gracias hermoso. Este José Luís es tan cabezón, al final le pillará la tormenta.
Doña Carmen dejó caer una lágrima más para conmocionar a la luna, y se marchó a esperar a su marido. José Luís aún tardaría en llegar. Murió de un ataque al corazón hace dos años. El primer año Doña Carmen lo llevó como cabe esperarse, como el puto culo, pero poco a poco, gracias a sus hijos y sus nietos, luceros de ilusiones, fue estrechando la mano a la vida. Treinta y seis días encerrada sola, tan mayor, tan cansada, tan viuda, con tantas cosas hechas y tan pocas por hacer, la matarían. Visto así, mejor morir de pena que por un cabrón invisible. ¿La pena no es invisible? Jajajajaja, esa pregunta sólo puede hacerla alguien que nunca la ha sentido arrastrándose por su espina dorsal.
Doctor Cicciolina se desveló, si es que en estos treinta y seis días había llegado en algún momento a dormir tanto como para olvidarse del Puto Bicho. Doña Carmen le hizo pensar. Primero entró en la habitación de su pequeño Chewbacca. Dormía como si en lo alto de los árboles de los Ewoks no llegasen las zarpas de las bestias. La luna hizo brillar una lágrima en la curtida mejilla del doctor. Entornó la puerta para que los rayos de luz no le despertasen antes de lo que su organismo tuviera a bien, cruzó el pasillo y se asomó a la habitación de Clara. Su hija dormía plácidamente. Cuando uno espera ver algo, lo ve, de la misma manera que no verá, lo que no debe estar dónde está. Hay un experimento espectacular sobre esto. Después de ver un vídeo de un partido de baloncesto, te preguntan si has notado algo especial. Cuando respondes que no, te dicen que un oso ha estado jugando. No das crédito y por supuesto, dices que eso es imposible. Al ver de nuevo el vídeo descubres al oso. El cerebro tiene un mapa mental en el que no aparecen los osos jugando al baloncesto, despreciando esa información cognitiva. Eso mismo le estaba pasando al doctor Cicciolina. Tuvo que mirar otra vez dentro de la cama para darse cuenta que lo que debía estar allí, no estaba.
En ese mismo instante, no muy lejos de allí, Clara bailaba y besaba a Lucas como si fuera el fin del mundo. Cuántas veces hemos utilizado esa expresión, hacer algo como si fuera el fin del mundo, y nunca en la historia reciente fue más cierto que ahora, aún siendo todavía muy falso, para decepción de los apocalípticos. El plan lo habían urdido esa misma mañana whatsapp que va whatsapp que viene. Lucas conocía un antro clandestino dónde poder echarse unos bailes. Clara luchó con su moral encarnizadamente, deber contra placer, sensatez frente a pulsión, razón contra emoción, bella y eterna batalla librada por la raza humana desde que es humana. Salieron de madrugada. Huyendo de la luz de las farolas, besándose entre los coches, corriendo como fugitivos de un mundo que les envidiaba desde cada ventana. La discoteca estaba en un sótano. Todos llevan mascarillas. Rostros jóvenes, ojos ardientes, cuerpos electrificados. Bailan, beben y ríen. Clara accede a bajar otra planta, para mirar dice. Es una sala enorme y diáfana, las personas tienen sexo manteniendo las distancias. La luz tenue y mortecina ensalza la belleza de los cuerpos. Están completamente desnudos, pero tienen guantes y mascarillas. Sudor, pollas, coños, jadeos, miradas lascivas, guantes y mascarillas; el carnaval de Venecia ha llegado al barrio de La Estrella. Los consoladores se desinfectan durante sesenta segundos, los orgasmos se asfixian dentro de las mascarillas FFP3. La imagen es tan bizarra, que solo puede ser superada por unos niños andando por un parque con mascarillas. Lucas y su vecina se excitan, pero a Clara le da asco hacerlo sobre esos colchones. Teme contagiarse. Hablan de bajar otro piso. Cuarto oscuro. Allí follan todos con todos sin guantes ni mascarillas. Al final no bajan, de hecho les da miedo sólo asomarse, temen que el diablo desde el infierno lance un látigo de fuego que les agarre el alma.
Son las cuatro de la madrugada. Clara y Lucas se despiden en los soportales de su casa. Último beso, beso eterno, cincuenta años después, ese beso a las faldas de la cuarentena dilatará sus pupilas.
Sigilo de fugitiva. Cierra la puerta con delicadeza de geisha. Se desliza por el pasillo hacia su habitación. Una luz se enciende de repente, teme que el diablo la haya seguido hasta casa.
—¿Dónde coño estabas?
Clara no reacciona. El beso eterno se esfuma con despiadada rapidez.
—Te he preguntado qué dónde estabas.
—He salido.
—No me digas.
Clara seguía muda.
—¿Estás bien?
—Sí.
—Has estado con Lucas, ¿verdad?
—Puede.
—Clara, no me toques las narices.
—Sí, he estado, ¿y qué?
—No me importa con quién hayas estado, me importa, me importa —doctor Cicciolina estaba superado—, ¡has salido en plena noche durante la cuarentena! ¡Podían haberte multado, joder, podían haberte metido en la cárcel! ¿Has estado con más gente? ¿Te han tocado? ¿Has tocado a alguien? ¿Dónde habéis ido? ¿Era un sitio cerrado? —el doctor no podía parar su verborrea, esas dos horas conteniendo la respiración ahora le hacían devorar el aire.
—No me apetece hablar.
—¡Cómo!
—Estoy cansada —Clara había recuperado la seguridad adolescente.
—¿Estás de broma?
—No montes un numerito papá —también la soberbia adolescente iba recuperando sus niveles.
—¡Montaré lo que me de la gana!
—Venga, échame una de tus charlas —se sentó como quién acepta su penitencia.
—Levántate.
—Estoy bien sentada.
—Levántate cuando te hablo.
—No soy tu niñita.
—¡Levántate!
—Vete a la mierda.
La luna se tapó los ojos. El beso eterno se dio la vuelta para no ver. La razón hincó las rodillas y avergonzada, dejó paso a la emoción. El bofetón cruzó la noche dejando una estela de dolor. Doctor Cicciolina miraba su mano como si acabase de descubrir al animal que lleva dentro. Clara sintió la realidad más irreal de lo que la había sentido durante estos treinta y seis días.
—Yo… Hija…
Doctor Cicciolina cayó de rodillas frente a su hija. Una lágrima de sangre burló su lagrimal.
—Lo siento tanto…
Clara nadaba por las tinieblas. Rompió a llorar como si su tristeza llevase treinta y seis días en cuarentena.
—Lo siento tanto papá —balbuceaba entre hipos—. Perdóname, he hecho una estupidez.
—Ven aquí hija.
Padre e hija, hija y padre, se fundieron en un abrazo tan eterno como el beso del que fue testigo la luna.
—Soy una idiota. La he cagado.
—Soy yo el imbécil, jamás debí ponerte la mano encima. Creo que esta situación me está golpeando más de lo que soy consciente.
—No te preocupes papá.
—No volverá a pasar. Ha sido la primera y, la última.
—Lo sé.
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Cómo he podido perder así la cabeza?
—Cielo, sólo tienes diecisiete años. ¡Sólo tienes diecisiete años! — estrechó sus manos—. Lo estás haciendo muy bien pequeña, pero hay que seguir. Eres una campeona.
Esa noche el cansancio trajo el sueño que el virus les arrebató. Clara cedió su voluntad a Morfeo sentada en el sillón, su padre lo hizo a sus pies con las manos de su hija sobre su cabeza. Durmieron plácidamente, como si estuviesen en lo alto de una secuoya protegidos por los pequeños guerreros Ewoks.
APORTACIONES:
Lolo Merinero: «Clara y el dinosaurio (Lucas), se van a una fiesta como la que salió en el telediario. Un helicóptero captó en Leganés, una multitud en una fiesta Rave».
Te recuerdo que puedes enviar tus ideas, frases o cosas que quieres que sucedan en nuestro libro a: rafaelromerorico@yahoo.es
reverso.