Cuarentena. capítulo 37

     20-04-2020            
          
       Ayer hubo la cifra más baja de fallecidos desde que empezó la cuarentena. ¿Cuántos? En las guerras largas y, sobre todo, en las que da la sensación de irlas perdiendo se haga lo que se haga, lo único que debe ocupar nuestra mirada es que la tendencia es buena. Hoy es lunes, probablemente, como siempre después del fin de semana, por los desajustes en la contabilización de las comunidades, dicen, las cifras volverán a subir. Probablemente, así sea. Mateo no va a dar lugar a que le roben los escasos suspiros de esperanza a los que desde el inicio de la cuarentena, podemos abrazarnos en España.
    —Me meto a ver el telediario.
    —Muy bien.
    —¿No entras Mateo?
    —Hoy no. Hoy, prefiero vivir en el ayer.
    —Yo prefiero el mañana.
    —Lógico, con diecisiete años éste se promete para ti inabarcable. Yo en cambio, si quiero que mi vista cabalgue fuera de la alambrada del tiempo, no me queda más remedio que mirar sobre mis hombros.
    —Entro, ¿vale?
    —Chiquilla…
    —Sí.
    —Si nos vemos a lo largo del día, no me cuentes cuántos han muerto hoy. Hoy descanso.
    —Vale.
    Mateo puso una canción en su equipo de música. “Belle”, de ZAZ.
    —Hola —le saludó Lucia cuando bajó a la jaula de tiburones anclada a la terraza de Mateo.
    —¡Hombre! ¿No estás viendo el telediario?
    —Soy demasiado hipocondríaca para verlo. Te traigo un bizcocho de zanahoria. Te lo dejo aquí.
    —No tendrías que haberte molestado.
    —No ha sido ninguna molestia, al contrario.
    —Gracias.
    —He tomado todas las precauciones posibles. Antes de tocar el plato dónde lo he dejado me he lavado las manos.
    —Si pudiera elegir quién tiene que operarme a corazón abierto, te elegiría a ti Lucia. Si estuvieses más limpia serías invisible.
    —Cómo eres papá.
    —Cuando acabe la cuarentena, ¿dejarás de llamarme papá?
    —Depende del tipo de padre que seas durante ella. Un padre se gana el corazón de sus hijos por méritos, no por casualidades del destino.
    —¿Y tus guantes? —se extrañó Mateo.
    —En casa. Aquí no los necesito.
    —¡En casa! —reaccionó como si le hubieran dicho que Lucía se había dejado en el quinto las piernas y los brazos.
    —Sí. Voy comprendiendo que tengo que aprender a ir de copiloto.
    —¿De copiloto?
    —En los viajes largos hay que turnarse, no puedes conducir tú todo el rato. Yo era incapaz de dormirme, dejar mi vida en manos de otros. Aunque confiase en ellos.
    —Si no cedes a veces el control, la vida puede ser agotadora.
    —Lo es. Lo ha sido. Estoy intentando aprender a echarme una cabezadita mientras me llevan —Lucía sonrió. ¿Sonrió? No, bailó, bailó como si el ave más bella del mundo empezase a desplegar unas alas que el miedo había adherido a sus costillas coartando cada inspiración.
    —Buen viaje.
    —Sí, desde luego esta cuarentena está siendo el viaje de nuestras vidas.
    —No cabe duda.
    —Esta mañana, he estado viendo algunos álbumes de fotos.
    —Perdona.
    Mateo fue dentro a poner de nuevo la canción.
    —Ya estoy de vuelta. Me decías algo de unas fotos.
    —Mateo, ¿para qué queremos tener mil fotos en nuestras tarjetas de memoria SD, si luego no vemos ni cien de las que tenemos? ¿Para qué queremos mil fotos, si necesitaríamos de una vida entera para disfrutar como se merece de una sola foto? Mi madre siempre me ha insistido en que pasase las fotos a papel, que hiciese álbumes. Su regalo de Reyes y de cumpleaños siempre es el mismo. Un álbum de fotos. De nuestros viajes, de mis sobrinos, de mis padres, un recopilatorio de mi persona robado instantánea a instantánea durante el último año. Las fotografías paran el tiempo. Se burlan con saña de él, como él hace de nosotros. ¿Sabes de lo que te hablo?
    —Estos días he estado mirando fotografías de mi mujer, de mi hijo, de mis padres, de mí mismo cuando era un crío vestido de vaquero. Miro los ojos de todos ellos, y no puedo por más que aceptar que el tiempo es un embaucador. Nos hace mirar su mano derecha para sacar de su bolsillo un conejo con la mano izquierda. El tiempo no pasa Lucía, no hay un ayer o un mañana. Hay un día al que el sol y la luna saludan más o menos veces. Acotamos la vida en parcelas de 24 horas para hacer más manejable el océano, pero el océano es uno, no son tanto número de olas. Sólo tienes que mirar esos ojos ajenos al paso del tiempo para demostrarlo.
    —Lo sé Mateo. Lo he aprendido viendo esas fotos. No nací ayer, no moriré mañana. No monté en esa enorme montaña rusa ayer, no viajaré mañana. Mi pequeña mano no se agarraba al dedo de mi padre ayer, ni mañana mi arrugada mano calmará la pulida mano de mis nietos. Ayer no lloré al despedirme de mi amiga, ni reiré mañana ante una puesta de sol de postal. Todo, todo, sucede hoy. Ahora. Desde el primer aliento, al último, están unidos por el mismo hilo dorado. El tiempo sólo es un truco de magia, desvelado a todo aquel que se tome la molestia de contemplar una fotografía.
    —Creía que no querías ser madre.
    —Este tiempo me ha dado para pensar. Voy a ser madre soltera. En cuanto esto se normalice me quedaré embarazada por reproducción asistida.
    —Acepto ser tu padre, pero no me pidas ser tu donante de semen.
    En ese momento, alguien empezó a gritar desde la calle. Era un hombre de unos cuarenta años.
    —¿Hola?
    Algunas ventanas fueron recortadas con la silueta de sus moradores.
    —¡Hola!
    Cuando la persona bautizada como El Oportunista, tuvo la atención del vecindario se lanzó con su propuesta.
    —Hola a todos y a todas. Me llamo Germán. Tengo Coronavirus. Me encuentro bien. Me he contagiado con una exposición leve a la cepa. Estoy aquí para contagiarles. Ya, sé que suena raro, pero déjenme que me explique. Tengo los certificados médicos que demuestran que tengo el virus, pero que me encuentro perfectamente. Un contagio controlado puede tener una serie de ventajas que quizás no hayan pensado. Para empezar, por dar en los morros a los alemanes, que nos acusan de poco eficientes, que mejor que aprovechar la cuarentena para pasar el aislamiento obligatorio por ser positivo. No les digo nada, como después de pasar dos meses encerrados, estén en el chiringuito de la playa y se contagien. Con lo mal que vamos a estar todos de pasta, y te vas a pasar la quincena de agosto puteado en la habitación de tu apartamento mientras los demás se bañan en la playa. Luego está lo del salvoconducto. Que dicen que no, pero va a ser que sí. Además, los hospitales ya están más despejados y hay muchas más garantías de salir de la enfermedad que hace un mes. Por supuesto tengo unos requisitos. No me vendo al diablo por dos duros, tengo mis principios. Tienen que ser personas menores de cincuenta años que juren por escrito no tener enfermedades previas. Y todo esto, por un precio imbatible. Trescientos euros de nada que seguro han ahorrado ahí metidos en sus casas sin poder salir a tomarse ni una caña. Háganme caso, es una inversión para el futuro. Saque provecho a su cuarentena.
    —Mateo, dudo de bajar.
    —¿Tú?
    —Sí.
    —Pero si ibas a comprar en tanque y, hasta ayer, no salías de esa jaula —para dejarle el bizcocho a su vecino tuvo que salir de la jaula, y ya se había quedado medio fuera.
    —Temo más la incertidumbre de contagiarme, que contagiarme. Puedo acabar con esta angustiosa espera ahora mismo. Lo pillo y ya está. Para adelante. La sensación de tener al Puto Bicho merodeando cada paso que doy, esperando paciente un descuido, es desquiciante.
    —Yo no bajaría.
    —Quiero acabar con esto ya.
    —No es por eso. ¿Sabes el vecino que siempre aparca en el espacio reservado para los minusválidos?
    —Menudo cabrón.
    —Ese mismo. He decido sacar partido a su falta de escrúpulos. Anoche le di un buen pellizco para que me hiciese un trabajillo.
    —Qué trabajo.
    —He comprobado últimamente que la gente se está relajando con la cuarentena. Esta mañana tres chicos han estado hablando media hora sentados en ese banco.
    —¿Qué has hecho Mateo?
    —Nuestro vecino ha soltado esta mañana a unos cuantos animalillos del Zoo y Faunia.
    En ese momento, con una comunidad divida entre pagar los servicios del El Oportunista, o tirarle una maceta, un grupo de tres leonas se abalanzó sobre el marchante devorándole vivo.
    Mateo se asomó tanto al balcón para contemplar la escena que perdió el equilibrio. Lo perdió como lo pierden los viejos, que parece que todo su cuerpo ha entrado en una barrena irrecuperable que les absorbe contra el suelo a cámara lenta. Enseguida, como un acto reflejo, Lucia le agarró de la mano. La primera vez en treinta y siete días que tocaba una piel que no fuese la suya propia. La mirada de Mateo pedía perdón. Ella sonrió.
    —Gracias hija.
    —Nada Papá.
    Esa tarde, durante los aplausos, un arco iris más irreal que la cuarentena, protegió los edificios que quedaban bajo él. Este lunes de abril, no había telediario ni estadística capaz de arrebatarle su aro multicolor. Bajo su protección habían nacido un padre, una hija, una futura madre y, los cachorros de unas leonas que sobrevivieron gracias a los servicios ofrecidos por El Oportunista.
 

reverso.