Cuarentena. Capítulo 40

     23-04-2020            
          
    Día 40 de la cuarentena. Es un alivio que haya pasado tan rápido, asusta que haya pasado tan rápido. El tiempo no es ajeno a los reversos.
    Día 40 encerrados en casa, es sorprendente, casi milagroso, la capacidad del ser humano para adaptarse.
    Día 40 que Clara y Mateo salen a la terraza frente al mismo árbol. No habrá más.
    —Buenos días Mateo.
    —Buenos días Clara. ¿Y eso?
    —¿El qué?
    —¿No decías que saludar siempre de la misma manera era aburrido?
    —Cambiar es de sabios.
    —Te has hecho mayor de la noche a la mañana, ya usas hasta refranes.
    —Nunca es tarde si la dicha es buena.
    —¿Sabes por qué tenemos que adornar nuestras ideas? Para no darnos cuenta que estamos diciendo lo mismo que hace cientos y miles de años. En los refranes está dicho todo.
    —No creo que un visigodo entendiese como me siento cuando me quedo sin batería en el móvil.
    —No lo dudes. Obviamente él no hablaba de teléfonos, sino de lluvias imprevistas que embarraban los caminos y retrasaban la llegada del carruaje de su amada. Los dos usáis palabras distintas para hablar de lo mismo: frustración.
    —Mola.
    —Sí, mola.
    —Parece que hoy nos vamos de viaje.
    —Estoy super nerviosa.
    —Yo también.
    —¿Crees Mateo que va a durar mucho esto del virus?
    —Dicen que sí, pero estamos más cerca de lo que la gente cree.
    —¿Cómo lo sabes?
    —Hay señales.
    —Cuáles.
    —Ese coche que ha pasado hace unos minutos.
    —No pasan coches.
    —Sí, esta mañana he contado tres desde la cama, hace dos semanas no oí ninguno.
    —Eso no dice nada.
    —Eso dice todo, pero hay que saber escuchar. En las ciudades creemos que las estaciones aparecen bruscamente, como si el invierno nos abofetease de golpe. No es así, en la naturaleza todo se hace esperar. Hasta la tormenta que estalla de forma repentina venía avisando. La forma de las nubes, la presión atmosférica, los animales se guarecen, el viento arrecia y la humedad llega a tu olfato. En las ciudades no nos fijamos en la naturaleza, por no saber no sabemos ni en qué fase está la luna. Un día el árbol no tiene hojas, al día siguiente exhibe el esplendor de su follaje. No es así. Lo he comprobado desde esta terraza. Hace más de un mes que de esa rama nació su primer brote verde, aún le queda semanas para que sus hojas alcancen el tamaño de su madurez. Esos coches que poco a poco van oyéndose, nos dicen que la normalidad ha empezado su camino de vuelta a casa.
    En ese momento salió a la terraza doctor Cicciolilna.
    —¿Estáis preparados?
    Asintieron con la cabeza.
    —Papá, sabes que somos seis, ¿verdad?
    —Y qué.
    —Que en nuestro coche sólo entramos cinco.
    —Iremos un poco apretujados, como una familia bien avenida. Por cierto, no vamos en nuestro coche.
    —¿Cómo?
    —Vamos a ir en el Aston Martin de El gilipollas.
    —No tenemos las llaves.
-Las ha conseguido Lucas.
    —¿Sabe hacer un puente?
    —No, sabe abrir una puerta con una botella de plástico partida por la mitad. Ha entrado en su casa y ha cogido las llaves.
    —Joder papá, también allanamiento.
    —Algunas medidas excepcionales debido al estado de alarma, como que te pongan una multa de seiscientos euros por haber comprado el pan en la segunda panadería más cercana en vez de en la primera.
    —No pienso montarme en un coche que contamina tanto.
    —De nuestro equipo tres no tenéis carnet, Lucia irá vestida de astronauta y no podrá conducir, sólo nos queda Mateo. ¿Quiere conducir?
    —No tengo ninguna intención de matar yo lo que deba matar el virus.
    —Sólo quedo yo. Entiendo tus motivos ecológicos, ya tendremos tiempo de ocuparnos de eso, de momento, llevo cuarenta putos días metido en casa y pienso darme el capricho de conducir el Aston Martin.
    —¿Pudo hacerme el recado?
    —Sí Mateo, lo tiene en el coche.
    El recado en cuestión era un favor que le pidió Mateo y que él gustosamente habría hecho si su artrosis no le impidiese saltar verjas de tres metros. Mateo daba por hecho, que al menos él, por unos motivos o por otros, no volvería a su casa. Era imprescindible por tanto llevarse consigo algo de su mujer. Indicó al padre de Clara el lugar detrás del Palacio de Cristal dónde se reunían los gatos que alimentaban, para después decirle lo que debía buscar. Le llevó casi tres horas dar con ello. Peronés, tibias y demás, pero no lo que andaba buscando, hasta que finalmente la encontró. La mano huesuda del cadáver de la mujer de Mateo.
    La ocupación del coche fue de la siguiente manera. Atrás, Lucas, en la ventanilla, porque decía que se mareaba, al lado lucía y, en la otra ventanilla su hermano con su eterno disfraz de Chewbacca sobre las piernas de una Lucía vestida con un traje de buzo. Aunque había avanzado mucho en su hipocondría, salir de su casa la hacía sentir muy insegura. Delante iba Mateo con la mano de su mujer muerta sobre la rodilla y, el doctor que al principio de la cuarentena era Brad Pitt y ahora le gustaba enseñar una teta, al volante.
Cogieron carretera y manta, otro dicho que dirían los visigodos con otras palabras, por la A-1 dirección norte, hacia la frontera con Francia.
    Mientras en los asientos de atrás luchaban por acomodarse, Mateo quiso dar conversación.
    —¿Cree que sacaremos alguna lección de toda esta crisis?
    —Viendo a mi alrededor, la verdad no mucha, más allá de la satisfacción inicial que uno siente cuando acaba de salir del hospital y sólo necesita inspirar una bocanada de aire para ser feliz. El mensaje que quería dejarnos este virus es que aprendiésemos a tolerar mejor la incertidumbre, algo que hacíamos bastante mal hace un par de meses.
    —¿En qué se basa?
    —En los niños.
    —¿En los niños?
    —Bueno, en lo que hacen con ellos sus padres. Tenemos mejores hospitales que nunca, la tasa de mortalidad infantil más baja de la historia y, esos niños montan en bicicleta con casco. Los padres están horrorizados de perderlos, y cualquier medida de protección es poca. Están dispuestos a supeditar cualquier cosa por la seguridad, que es lo mismo que hemos visto en España.
    —El fin justifica los medios.
    —Hay ciertos medios que nos salvarán de un fin, para empujarnos a otro fin igual de trágico.
    —La gente se ha concienciado más con el cambio climático.
    —No puede extraerse ninguna lección del cambio climático, porque este virus no es culpa nuestra, no hemos hecho nada mal. Sencillamente nos ha tocado. Además el cambio climático es un problema menor, residual al gran problema.
    —¿Cuál?
    —Tiene un nombre muy concreto. Siete mil millones de humanos. Es imposible un mundo sostenible para siete mil millones de humanos. Aunque vayamos en autobús de vacaciones, como los negros de áfrica son negros no idiotas, ellos también querrán ir de vacaciones. ¿Se imagina cuánto contaminarían los autobuses necesarios para desplazar a siete mil millones de personas? ¡Ah!, es cierto, podemos ir en bicicletas. ¿Cuánto contaminarán las fábricas necesarias para construir siete mil millones de bicicletas? El coronavirus ha venido para solucionar este problema, pero no tiene pinta que vayamos a dejarle ganar. Bueno, si no es este virus, será de otra forma, las plagas siempre acaban por regularse.
    —Menudo panorama pinta usted.
    —Algo bueno vamos a sacar. Comprenderemos que nada hay seguro, ni siquiera el suelo que pisamos. Está por ver si esto nos hace más disfrutones, cogiendo la vida a manos abiertas mientras saltamos, o nos hace andar de puntillas invadidos por la ansiedad y el miedo de que el suelo se abra bajo nuestros pies. En uno de mis libros, El rumor del olvido, en un momento dado hay algo parecido a una catástrofe apocalíptica. El 90% de las personas que les gustó el libro me hicieron la siguiente crítica: “Choca que en un libro tan profundamente realista, de conversaciones tan del día a día, de repente pase eso. No es creíble, te saca de la historia”. Con las críticas literarias a mí me gusta escuchar y callar. Pero pensaba que no entendía qué les parecía tan raro. Recordaba esa encuesta que se hizo un año antes de la Segunda Guerra Mundial dónde la mayoría de los encuestados afirmaban que era imposible meterse en otra Guerra. Supongo que una de las cosas que nos ha dejado esta crisis, es que el que ahora se lea el libro, no se llevará las manos a la cabeza.
    En estas llegaron a un atasco. A trescientos metros había un control policial.
    Cuando el Guardia civil miró dentro del coche no daba crédito. Lucas y Clara se comían los morros con devoción adolescente, un niño disfrazado de mono estaba en las rodillas de una mujer vestida de buzo, un anciano agarraba la mano huesuda de un cadáver y, el conductor, era el más raro de todos al sonreírle como si fuese la cosa más normal del mundo llevar semejante tripulación.
    —Buenas tardes agente.
    —Van seis en un coche —no sabía ni por dónde empezar.
    —Si, excedemos por uno la ocupación máxima, pero es que si cogemos dos coches mi hija me echa la bronca por contaminar doblemente.
    —No llevan mascarillas.
    —Nos pasamos el test, estamos limpios.
    —Déjeme los papeles del coche.
    —Pues mire, es que el coche me lo ha dejado un vecino. Podría llamarle para preguntarle, pero le cayó un piano de cola desde el trece.
    —¿Dónde vive?
    —Cerca del parque de Roma.
    —¡Está a cien kilómetros de su casa!
    —Es que nos vamos de España.
    —¡Pero qué coño me está contando!
    Los ocupantes del coche se pusieron cómodos, sabían que esto iba para largo. Doctor Cicciolina se esmeró todo lo que pudo. Le hizo un resumen, bastante largo, sobre sus razonamientos de que la cuarentena son 40 días, que había que cambiar responsabilidad adulta por el infantil lema de quedarse en casa, que se aprende a vencer la incertidumbre aceptándola no pretendiendo eliminarla, y una interminable conversación que llevó al agente a llevar su mano a la cartuchera para acabar con ese suplicio.
    —Vale, vale, me queda claro.
    —No estoy seguro, déjeme que…
    —No, por favor, ¡cállese ya! Dónde van.
    —Esto, ¿podría salir del coche?
    —No.
    —Es que tengo que decirle un secreto —le susurró al Guardia Civil.
    —Salga.
    —Mire —le dijo a la distancia oportuna—, ellos creen que vamos a Alemania, por eso de que ahora los campos de concentración están en España.
    —¿No es así?
    —No, vamos a Venecia.
    —¿A Venecia?
    —Si, a Venecia, Italia.
    —¿Y cómo tienen previsto pasar la frontera?
    —Aún no lo hemos pensado. Confiamos que haya un mercado negro que nos ayude a cruzar. Ahora somos los europeos los que tenemos que saltar vallas y embarcarnos en pateras.
    —Van para ver los delfines. Parece mentira que haya delfines en los canales, ¿eh?.
    —Vamos para echar a los delfines a patadas. Tienen tres cuartas partes del globo terráqueo para nadar. Venecia es de los humanos.
    El Guardia Civil miró hacia el horizonte. Una recta infinita de asfalto se perdía entre las montañas. El sol comenzaba su lenta pero implacable retirada. Algunos pájaros volaban, el silencio tronaba.
    —Pueden continuar.
    Doctor Cicciolina apretó con convicción el volante. Miró un instante a su tripulación y pisó con todas sus fuerzas el pedal del acelerador. El coche salió disparado como un rayo de luz cruzando frenéticamente el vasto y oscuro universo. Una broma del destino, un pequeño gesto de orden dentro del caos. Al girar en la primera curva, el agente perdió de vista el coche dónde iba montada la humanidad entregada a su búsqueda infinita.

FIN

22-08-2019

    Fue poner “FIN” en su ordenador y sentir una extraña mezcla de liberación y satisfacción. Como si tuviese encargada una misión que ha llevado con éxito.
Era pronto. Aún no había despuntado el sol. Fue a la habitación dónde estaba la impresora, que parió en lineales y abombados hijos negros las últimas palabras que le faltaban a su libro. Cuando la quinta hoja salió, las juntó con el resto que esperaban pacientes sobre la mesa. Con el manuscrito en la mano se dirigió a la terraza.
    —Buenos días Clara —la saludó Paco, su padre.
    —Buenos días papá.
    —Qué bonito se ve el mar a esta hora de la mañana.
    —A veces, pienso que todas las lecciones de la vida pueden escucharse mirando el mar.
    —Piensas bien. ¿Cómo vas con tu libro? —le dijo al verle el matojo de folios bajo el brazo.
    —Lo he acabado —dejó de contemplar el mar para mirar a su padre—. ¡Papá, he acabado Cuarentena!
    —Felicidades. Tu primer libro, hoy es un día importante.
    Clara estaba tan feliz que quería saltar sobre su padre y bailar y cantar de alegría, pero sus diecisiete años no le permitían hacerlo.
    —Gracias.
    —¿Ya puedes decirme de que va?
    —De un virus llamado Covid -19. Es un virus tan importante que le ponen una corona.
    —¿Y qué hace ese virus?
    —Demostrar a la humanidad que nada está escrito, nada debería darse por hecho.
    —¿No lo sabemos ya?
    —No, papá. Creo que no lo sabemos.
    —¿Y cómo nos lo enseña?
    —Pues como se enseñan todas las cosas que aspiran a dejar huella, con collejas.
    —Ese virus debe tener una mano muy grande para dar collejas a la humanidad.
    —La tiene. Consigue ponerla en cuarentena.
    —¿A la humanidad?
    —A la humanidad.
    —Bueno, veo que esta pequeña escritora empieza a decantarse por la ciencia ficción.
    —Sí.
    —¿Cómo te ha dado por ahí?
    —El otro día que no dejó de llover y estuve metida en la habitación, pensé cómo sería si la humanidad no pudiese salir de sus casas. Cómo afectaría a sus trabajos, sus relaciones personales, su alimentación, su estado de ánimo. Qué sería para ellos dejar de viajar, de besar, de acariciar. Qué sería de ellos cuando viesen que sus reglas, infantilmente tomadas por inalterables, eran simples espigas que el azar no había querido doblar.
    —Un escenario un poco apocalíptico, ¿No, hija? ¡Que estamos de vacaciones en la playa!
    —Bueno, también hay muchas cosas buenas. La solidaridad, el amor, la intimidad, charlar con el silencio, reorganizar la escala de prioridades, lo positivo que tiene no saberse una deidad bípeda omnipresente y omnipotente, la ilusión de tener un proyecto tan enriquecedor como la supervivencia, la felicidad de la simplimicidad, la satisfacción de ver a una especie trabajando por un proyecto común, no sé, las bofeteadas siempre le ayudan a uno a mirar de otra manera.
    —Y la cuarentena, ¿Acaba?
    —Todo acaba.
    —Y si acaba, ¿a qué mundo salen?
    —No seas impaciente. ¡Léelo!
    —Lo leeré, lo leeré, pero es que estoy intrigado. ¿Qué lecciones saca la humanidad de este virus con corona?
    —Ese libro tiene que escribirlo ella.
    Aprovechando que aún no se había levantado la familia, Clara se despidió de su padre y se fue a la playa. Un sendero de arena le llevaba a ella en quince minutos. Estaban en Cabo de Gata. En una casa que alquilaban todos los veranos junto a sus abuelos.
Cogió para los personajes de su libro las personas que más a mano tenía. Su padre era Paco, médico, en la ficción doctor Brad Pitt, Sly o Cicciolina. A su madre, Mercedes, la tiró por el balcón como la señora Angelina Jolie, porque ese día había discutido con ella por un piercing que quería ponerse en el ombligo. Por lo demás, la relación madre hija era buena. Mateo era su abuelo Diego, su hermano luís era Chewbacca. Lucia era una amiga que no compartía pitillo porque le daba asco las babas, Lucas era Lucas, un gaditano más salao que el mar. El Presidente el vecino que le decía que bajara la música, y asi con todos los personajes.
    Llegó a la lengua de arena. Se desnudó. Notó el frescor del agua en sus tobillos, la brisa erizó los poros de su piel. Avanzó hasta que el agua envolvió sus rodillas. Las olas le susurraron. Ella les devolvió el saludó acariciando la superficie con la palma de la mano. El cielo estaba lleno a pesar de estar vacío. Miró hacia atrás, como si la humanidad la viese convertirse en sirena. La vida tiró de la comisura de sus labios hasta formar algo parecido a una sonrisa, un gesto de plenitud. Bajo ella, acuosa e inmanejable, la eternidad. Traslucida al principio, oscura como boca de lobo según avanzabas hacia el fondo. Insondable. Infinita. El miedo la visitó, Clara no se resistió. Cuando este se aposentó, inspiró profundamente. Inspiró nuevamente. En su sonrisa se juntaron la luna y el sol. Cerró los ojos y se dejó caer al agua. Flotó como una insignificante mota de polvo en medio del universo, flotó como si esa mota de polvo fuese el eje sobre el que giraba el universo…

FIN.

      

reverso.