Calabobos de verano

Estaba cenando este verano en la terraza cerrada de un restaurante cuando me percaté que a mí lado había una mesa con cinco chavales de entre seis y doce años manipulando sus correspondientes teléfonos móviles. Una media curiosa, cinco de cinco, cuando hace no tanto había un teléfono por familia y éste nunca les acompañaba a las cenas.
Cinco críos de esa edad, a esas horas, después de un día de playa y los estómagos vacíos, pueden ser una jauría difícil de contener, pero en esa mesa reinaba un silencio y una armonía propia de los cementerios. Para los comensales sibaritas ese cerco digital que ponía en cuarentena la desbordante vitalidad de un grupo de niños era todo un regalo que les permitía deleitarse en la conversación y la merluza, pero para mí, que tengo el móvil siempre en silencio para que no me molesten y que a menudo salgo sin él; que no tengo cuenta en Facebook ni Instagram y que prefiero mirar el paisaje y las personas que hay fuera de las pantallas que la orgía de luces y sonidos que hay dentro; yo, que el libro “Con permiso del viento” me negué a que estuviese disponible en formato ebook; esa imagen, ¡Esa imagen era horrible!
Al punto estuve de pedir el teléfono a mi suegro para inmortalizar la decadente situación a la que había llegado la condición humana. ¿Estaba contemplando el nacimiento de los ciberhumanos con el calamar entre los dientes?

Desde mi asiento podía contemplar a través del contraluz de las farolas un suave y constante calabobos. La lluvia gallega no sólo templa gaitas, sino también el carácter. Fue gracias a ella que mi discurso dio un giro radical y caló hasta mis huesos la siguiente idea: “lo único que había horrible allí era mi estupidez”.
¿Acaso me creo que corre sangre azul por mis venas por dejar el móvil en casa? ¿Me creo mejor que sus padres porque mis hijos estaban dibujando en sus cuadernos? ¿Soy más interesante por leer a Proust que por jugar al Tetris? ¿Acaso no habrá quién haga ambas cosas? ¿O ninguna de ellas? ¿Es que esos niños viven permanentemente enganchados a sus teléfonos y no saben relacionarse con sus iguales?
Es cierto que al estar tecleando sus teléfonos en vez de hablando y jugando con sus compañeros de mesa se están reforzando unas actitudes y no otras, y por las mismas, según vayan creciendo, el mundo que crearán estará más relacionado con esas actitudes potenciadas que con otras. ¿Acaso el hecho de que estén haciendo cosas que yo no haría las convierte en malas? Que propongan un mundo con el que yo no comulgo, ¿Convierte ese mundo en peligroso y equivocado? Prefiero un mundo de relaciones humanas más íntimas y presenciales, pero mis preferencias no son infalibles ni por supuesto de obligado cumplimiento. ¡Cómo va a ser horrible que haya personas que piensen y actúen de forma distinta a como yo lo haría!

Salí del restaurante contento de no llevar móvil, prefiriendo los lápices a las teclas y la conversación hablada a la escrita; también prefiero el silencio que el ruido por el ruido, mirar fuera y esperar la sorpresa que buscar en una pantalla fuegos artificiales que me distraigan; pero entendí que mis gustos y deseos no están envestidos de ningún poder divino y son tan válidos y criticables como sus opuestos.
Cuando la lluvia empezó a caer sobre mí lo único que me parecía horrible, y ni eso, es que un momento antes me alarmase porque otras personas viviesen sus vidas como ellos mejor considerasen. Qué noche tan bonita hacia. Tuve la sensación que la fina cortina de agua del calabobos me calaba un poco menos, aunque siempre más de lo que a uno le gustaría reconocer.

Con permiso del viento.